5 oct 2013

El Trampantojo 2

(Folletín contemporáneo) 2

     De pronto, la señora Mcallister vislumbró una sombra deslizándose entre los setos al otro lado del jardín y todo su ensimismamiento se desvaneció. Aún era pronto. No podía ser Alberto. Últimamente sus reuniones con el resto de los ejecutivos de la empresa se habían prolongado incluso hasta media noche. Eso le había supuesto más que una molestia, un rotundo alivio. Le evitaba formular preguntas cuyas respuestas no quería oír por fingidas, livianas o absurdas. 

Ahora veía la silueta al otro lado de la verja. Decididamente no era Alberto. Aquel hombre ningún parecido tenía con su marido. Era Salvador Longoria que siguiendo su costumbre, había eludido anunciar su visita.
          Nadie hubiera podido deducir por su aspecto desaliñado, y sus toscos modales, que Salvador Longoria fuese capaz de sonrojar a una mujer como Miss Anne.  Pero lo cierto era, que su presencia al mismo tiempo que la complacía, la turbaba. Cuando este hombre  hablaba con su voz recóndita y pausada, le era difícil mantener su mirada y la altivez usual en ella se desbarataba en un cúmulo de palabras atropelladas. Por esa razón, cuando  por alguna causa su conversación se dilataba más de lo habitual, ella simulaba estar ocupada entreteniendo sus manos en dibujar bosquejos florales en los que últimamente se había mostrado aficionada con los que conseguía apaciguar su nerviosismo. Esta vez sentía correr su sangre más fluida, acelerada, como arrastrada por una corriente subterránea.  Inmediatamente se arrepintió de haberlo invitado a beber con ella del vino abierto  durante la cena.

-Hoy era mi aniversario -musitó alzando su copa de forma histriónica. 

         Longoria contemplaba con detenimiento los retratos dispersos por el cuarto. Sobre el aparador viejas fotografías recreaban momentos felices de una familia unida que posaban sus rostros sonrientes. Un joven apuesto de rígidas facciones descansaba su mano sobre el hombro de una mujer con la mirada velada por un minúsculo sombrero, todo alas, que portaba en su regazo un bebé con batón rosa; en la parte inferior, dos infantes de pantalón corto, uniformados en azul y gris marengo, se asían a su falda. Otras tantas exhibías las poses de niños en su primera comunión. Presidiendo el centro del aparador, el retrato desfocalizado de una novia engalanada en exceso de flores color crema, recordaba las escenas de tarta de nata de una película de Fred Aster.
       La mirada de Ann volvió a posarse en el espejo de la chimenea. Por un instante se vió al otro lado del cristal, muchos años atrás, deambulando por Temple Bar, jóvenes y arrogantes, resguardados ambos bajo el mismo paraguas bicolor. 
      Lo había conocido en una manifestación ecologista, el mismo 16 de marzo en el que media Irlanda vestía de verde esmeralda. Enseguida confraternizaron. Hablaron del cultivo orgánico, la capa de ozono, la explotación del caucho en el Amazonas, los tóxicos generados por la compañía Shell, la lana de llama, la cosecha ilegal de huevos de tortuga en el Caribe, e incluso de la importancia de llamarse Ernesto.
       Por aquel entonces, Longoria vestía con ocres y caquis, calzaba botas marrones, y se dejaba crecer el pelo hasta poco más abajo de la nuca, lo justo para poder ceñírselo con una gomilla cuando el viento lo requería. En cierta ocasión él le había dicho: 
-Impones restricciones a lo que por naturaleza te inclinas. El amor contenido es la más extraña forma de vivir la muerte.
 ¿Pero acaso él sabía lo que era amar? En todo caso, si había podido perdurar su amistad, era por no haber en otro tiempo sucumbido a sus razones.

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