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3 jun 2013

Cartas a Mein Freund


Octubre

 Desde hace días me atrae huir a las calles oscuras y húmedas, demorar mi regreso a casa y caminar por sus aceras metalizadas donde resbalan desvirtuadas las luces de las farolas. Oigo la ciudad a lo lejos como un bostezo interminable. Intento descifrar los sonidos de la noche, los furiosos ladridos al otro lado de las cancelas, herrumbrosos chirridos, voces amordazadas;  anegar  bajo la lluvia los pálidos pensamientos que inmovilizan imágenes. Respiro esa humedad del fango, del césped  mojado, de la tierra donde brota la vida, y siento esa oquedad  tan familiar. La amargura de una calle en sombra, desierta y vacía, donde sobrevivo como un habitante sonámbulo, cautivo por error en un sueño donde se cuentan las horas en un reloj de arena.
   Es una de esas ocasiones en que la tristeza soterrada que me acompaña como un poso de gelatina, por alguna extraña causa se disuelve  y asciende como la nata; entonces intento templarla, que  enfríe, pero ya ha dejado su huella, su cerco. Y es de nuevo la lluvia la que cae sobre la tierra con lánguida pereza, intermitente y cansina.
  Siento  la impotencia que pesa, la sensación de andar a través de una vía  donde cada uno de sus desvíos conduce a una cruz gamada. Un cielo raso en el que  sin embargo palpitan estrellas languidecidas por las luces de una ciudad desahuciada. Entonces reaviva en mi interior el dulce amargor del que se recrea en sueños felices.

María Romo, Cartas a Mein Freund  (fragmento).

7 may 2013

CARTAS A MEIN FREUND



     Friedrich era alemán, de inconfundibles rasgos arios. Debía tener unos veintiocho años aunque diríase por su voz, algo engolada, que aún estaba en el umbral de la adolescencia. Ratificaba esa impresión, el gesto reiterado de su mano sobre el mechón de cabello que a ratos descendía sobre su frente y  que con los dedos a modo de peine, echaba hacia atrás y otras poses típicas del que está acostumbrado a ser observado, como si en cualquier momento pudiera entrar en el objetivo de una cámara fotográfica.
 -Es un narcisista -pensé.
 Era el modelo idóneo para un anuncio publicitario de dentífrico y no obstante, había algo en sus facciones que me disgustaba. No sabía exactamente identificarlo. De repente me vino a la memoria la recreación de uno de esos héroes de cómics dibujados con el mentón exageradamente cuadrado. Sí, decididamente había en él algo de galán caricaturesco y entonces sonreí recreándome en esa idea detenida mi mirada en su barbilla de héroe de papel, cuando percibí sus ojos escrutándome, algo entornados por una sutil complacencia que detecté al instante. Enseguida vine a lamentarlo, porque aquella contemplación de su prominente mentón debió inferirle la idea de que yo de alguna forma estaba interesada en su persona. El hecho no pasó desapercibido para Stéphanie  porque intuí por su sonrisa, que algo columbraba aquella mente despierta y arrojada. Tomó la botella de vino espumoso y la vertió en mi copa, luego rellenó la suya y acercándose me susurró:
-¿Te lo estás pasando bien Clarita? Hoy te noto muy callada. ¿Se puede saber en qué piensas?
-Tonterías mías, ni yo misma lo sé. Créeme que lo he olvidado. Simplemente estaba abstraída, no me hagas caso. Estoy bien, gracias -contesté descendiendo la mirada sobre un resto de papel de regalo que empecé a satinar con los dedos con la mayor concentración.
-No estoy segura de ello. Últimamente estás muy rara, como ausente, parece que incluso intentas evitarnos.
-Nada de eso, créeme. Solo que a veces, siento nostalgia. Tú  no lo puedes entender, vives aquí con tu familia. Es algo que nos pasa a menudo a los que no somos de aquí. Como viene se va, no hay que darle mayor importancia. Me he acostumbrado a ello.
-¿Y por qué no te buscas un novio que te alegre un poco? Seguro que habría alguien dispuesto. No puedo creerme que no tengas a nadie interesado o ¿acaso piensas en alguien en particular y crees que no te hace caso?
Stéphanie pronunció la última frase con la mirada furtiva apuntando al otro flanco. Empecé a sentirme incómoda. Mientras hablábamos Friedrich no había dejado de observarme con sus ojos zarcos, con cierta delectación, como si fuera yo un plato con posibilidades de ser probado.


María Romo,  Cartas a Mein Freund (fragmento)