Recientemente,
con motivo de una convocatoria de antiguas alumnas de mi generación, año que
prefiero ya omitir, salió a colación el nombre de Carmen Bueno, cuyo apellido
tuve que completar por haber sido por las presentes olvidado.
En un ejercicio de la memoria, recorrí
sin esfuerzo aquellos espaciosos pasillos, asépticos y pulcros, casi vacios fuera
del horario del recreo, a no ser por alguna que otra emulación de arte románico
y el coro de voces que traspasaba los muros de la capilla,
cuyas puertas parecían antesala de las de San Pedro. Una ventana siempre en el aula donde perder
la mirada y diluir el hastío, porque qué tediosos me parecían los números, las
fórmulas algebraicas, las demostraciones aritméticas.
Por aquel entonces, los históricos
pupitres de madera cicatrizada, horadados por anacrónicos y ausentes tinteros,
que tanto me gustaban, fueron desplazados por sillas de formica con rejillas
laterales y ligeras y plegables apoyaduras, más apropiados a los nuevos
tiempos, que nos obligaban a retorcer las columnas al escribir.
Un riguroso orden regía en las aulas. Las
reglas marcaban los márgenes de los cuadernos; entradas organizadas en fila
ascendente según estatura; pausados silencios incubaban ideas uniformadas, a cuadros,
como si todo estuviese regido por el simplista
maniqueísmo de lo bueno y lo malo.
Una tras otra, las generaciones de
familias numerosas dejaban su impronta en apellidos reiterados año tras año,
favoreciendo que los profesores conservaran un currículum vitae heredado para bien o para mal, transmitido anualmente, perpetuado en las
calificaciones casi de forma congénita. Difícil era romper ese anillo de moebius, el uriboros,
el siempre retorno a lo mismo. La nota de filosofía inamovible desde principio
a fin, pretecnología aún siendo maría, y
la física... prefiero las leyendas de Leonardo da Vinci… las matemáticas, las
dejo para el final. Después dirán: ¡Con lo que se esfuerza, madre, porque entre
libros siempre está… si la tengo que llamar repetidas veces porque se le olvida
hasta de comer!
Y entonces, a Carmen Bueno, licenciada en
filosofía y letras, profesora recién llegada de Castilla, le adjudican el curso
de segundo B. Berceo sí y Fray Luis de León, Las Moradas de Santa Teresa y San Juan de la Cruz, pero también
Fernando de Rojas y los Arciprestes, que
estas niñas mojigatas no deben salir… Y al año siguiente Delibes, y de Carmen
Laforet, no debéis perderos Nada. ¿Alguien ha leído algo de literatura
hispanoamericana? ¿A Dickens, Wilde, a las hermanas Brönte? ¿Stendhal quizás?
Siempre la misma mano alzada. Me reprimo. ¿Por qué? ¡Para una vez que
sobresalgo en algo! Bueno… hubo otra vez… en cuarto gané el concurso de
pintura, la mejor versión del jarrón de rosas en cera blanda al que, aunque no
estaba en el modelo original, añadí pétalos marchitos, y aquella otra
descripción de un osito de peluche a principios de general básica… y el relato sobre
el mejor verano… pero eso….eso ya fue al final, con ella...
La recuerdo con su carita pecosa y sus
ojos verdes dilatados tras los cristales, envestida con un traje de tonos
tierra, su collar de cuentas, la pequeña protuberancia de su vientre que se
encorvaba levemente para mejor apoyar sobre él un libro abierto, mientras de
pie, frente a la clase, declamaba un párrafo con su cándida voz, trémula a
ratos de emoción. Alzaba la vista con afán de plegaria y allí me encontraba, con
los ojos anclados, pero ausentes, mar adentro divisando mundos imposibles o
visionarios, atraída por esa voz que
solo yo parecía oír, porque aquellas
palabras que desempolvaba, palpitaban, se llenaban de vida, no estaban huecas y
vacías como las de otros que transcribían las frases de los libros. Realmente
amaba aquellas palabras, de las cuales se apropiaba, aunque no le
perteneciesen, para agasajarnos con ellas, para que nos sirviesen de algo.
Pero, ¿acaso era la primera vez que se
recibía un regalo con el que no se supiese qué hacer? Eso ocurría a menudo en
las clases de Carmen Bueno. Ella nos ofrecía presentes que terminaban
arrumbados en cualquier resquicio de la memoria esperando su desahucio. Pero, conmigo acertó. Porque sus palabras se colaron por algún intersticio y tal cual
germinaron por no sé qué extraño proceso de selección.
Ahora cuando pienso en ella me viene a la
memoria alguna de sus frases. "Elegid
vuestro camino no aquél que os impongan" -nos decía, incitándonos a una mansa rebeldía,
a expresarnos según criterio propio-. ¡Qué difícil singladura llegar a
conocerse!
Aquella profesora de bachillerato que nos
recomendaba la lectura de Nada, en la
encrucijada de la adolescencia donde puede una perderse o equivocarse al tomar
la bifurcación equivocada, nos amonestaba con el trabajo duro y el sacrificio, palabras
hoy en día tan en desuso. Hablaba de alcanzar el cielo con los pies en la
tierra, de hacer de un instante un bello recuerdo, de una lectura, una experiencia
densificada.
En
ese álbum de imágenes que conforman mi pasado, su retrato permanece indeleble
ocupando un sitio de honor: sus templados gestos, sus zapatos de tacón
bajo, su media melena color avellana retenida
con horquillas, repartida de forma asimétrica con la raya a uno de los lados,
las manos sosteniendo un libro, y esa candidez inusual en la mirada que los
años parecía no haber mancillado, siempre esperanzada en el buen dios que obraba
milagros.
Gracias por el verde a través del que miro, Carmen Bueno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario