María Romo
La circunstancia en la que se
desarrolla la historia de Sidonie Gabrielle Claudine, más conocida como
Colette, me trajo a la memoria La mujer que tenía el alma dormida, título
de un relato que leí siendo
adolescente en uno de los ejemplares de Selecciones del Reader´s Digest a los
que por entonces era tan aficionada. La durmiente Colette despertó, no de un
sueño, sino de una pesadilla, y no por el beso de ningún príncipe azul, sino
impulsada por un sentimiento de rebeldía que la llevó a combatir la impostura
de un marido mediocre, como tantos otros en la historia, empeñado en ensombrecerla.
La obra de la escritora francesa llamó la
atención del mismo Miguel Delibes, quien en un artículo periodístico, dejó relatada a grandes trazos una biografía no
menos novelesca que la vida de sus heroínas. Colette una vez liberada del yugo
marital, pudo brillar por sí sola, ser ella misma. Su vida puede rastrearse en
los avatares de las protagonistas de sus novelas y relatos, pues ella supo como
nadie, convertir en literatura sus propias experiencias.
Las minuciosas descripciones con las que ambienta sus historias, evidencian una gran capacidad de observación, primando en ellas los objetos pequeños
que imperan en el universo femenino, así como apreciaciones acerca de la moda,
tocados, afeites, costumbres y elementos decorativos. Un intimismo de puertas
adentro que recuerda, a mi modo de ver, el primoroso detallismo del rococó prerromántico.
Colette se detiene en lo nimio, en lo tenue y fugaz, ingredientes todos ellos, usados con una exquisitez y sutileza tales,
que sólo podrían haber sido percibidos por un alma femenina. ¿Quién si no,
podría impregnarse de tan sutil perfume sin parecer afeminado? Y aún así, lejos
de manifestarse vanas y superfluas, sus páginas embriagan hasta conmover.
El
tema principal, “el pan de mi vida y de mi pluma”, tal como lo define la propia
autora, es el amor, pero un amor que desde el principio se preludia como
imposible, de ahí que sus personajes se aferren al momento en el que viven sus
encuentros, ya sea desde el presente, o a través de un pasado evocado, como es
el caso de la breve narración de
Albin Chaveriat en El
Pimpollo. Son relatos en los que la acción se demora para dar cabida a un
análisis pormenorizado de los sentimientos, donde la misma naturaleza, e
incluso los objetos inertes, se convierten en metáforas de la historia, cuando
no en premonitorios indicios del devenir, recurso de reminiscencias románticas.
Colette muestra especial predilección por el lenguaje sugerente que deja
espacio a la imaginación y aporta elegancia y voluptuosidad a su prosa. La
sensualidad y el erotismo que rezuman sus páginas difícilmente turbarán al
lector actual habituado al exceso de alusiones explícitas. No obstante, en su
momento, sus textos no estuvieron exentos de cierta transgresión y escándalo,
debido a la profunda sinceridad con la que supo tratar temas tabúes sin
tapujos, exponiendo al desnudo la doble moral de su época, como deja
especialmente constatado en Gigi.
Este hecho la mantuvo bien equidistante del manido discurso moralista y
pudibundo de otras escritoras, como la costumbrista Fernán Caballero, que apenas le precedió un siglo, y con la que mantiene, sin embargo,
algunas analogías biográficas.
Pero lo que hace la obra de Colette,
realmente interesante, no son sus innovaciones formales o estilísticas, ni
incluso las temáticas, sino la inversión
de estereotipos sexuales. En este sentido, la autora da un salto ecuestre hacia
nuevos derroteros literarios trazando un camino que será explorado por no pocas
escritoras en los años venideros. Colette nos muestra una imagen femenina muy distante
de aquella que durante siglos ha ido conformando la pluma de los hombres, de
ahí que haya sido enarbolada por las feministas de su época, aunque
paradójicamente, Colette fuera manifiestamente antifeminista. Reivindicaba, eso
sí, la feminidad, pero una feminidad variada y rica liberada de estereotipos
impuestos.
En El Trigo verde, Camille Dalleray seduce
al adolescente Phillippe aún a sabiendas de la inmaculada pasión que éste
siente por la joven Vinca. Se invierte de ese modo, un papel tradicionalmente
adjudicado al hombre, en cuyos brazos sucumbieron incautas y virginales
doncellas de la historia literaria. Otro caso que patentiza esta inversión, es
la novela corta Chéri, donde se trata la atípica relación de una mujer madura con su amante, treinta años menor
que ella. Colette indaga en la psicología femenina relatando de forma magistral
el desenlace. Resulta conmovedora la imagen de Lea, cuando sintiéndose vencida
por su evidenciada decrepitud, decide forzar la
ruptura a tiempo de mantener íntegro su
orgullo. En ambos casos, como en otros
tantos, la protagonista es una mujer decidida, independiente, impúdica, consciente
de la naturaleza perecedera del amor, la cual vislumbra y asume con entereza,
en detrimento de los personajes masculinos a menudo caracterizados como
inconstantes, antojadizos, frívolos e incluso pueriles.
Para
aquellos detractores de lo que la crítica actual viene a llamar “literatura femenina” –que no debe confundirse
con feminista- no les vendría mal
acercarse a la obra de esta escritora que ilustra con su obra el devenir de un
nuevo panorama narrativo, del que fue pionera en su momento y cuya denominación,
sigue siendo en la actualidad,
susceptible de originar controversias.
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